Mi mamá cocinaba unas deliciosas
galletas de avena. Eran tan suculentas, que podías sentir de una manera fácil,
como se deshacían en tu boca.
Ese día era el día de mi
cumpleaños, 23 de abril. Estaba muy ansioso de que mi padre llegara a casa, me
abrazara, me levantara y me dijera; “Felices 12 chaparro”.
Yo en verdad apreciaba y quería
mucho a mi padre, y si hay algo que deseo con todo mi corazón, es poder volver
a estar con el unos pequeños instantes.
Mi hermano, en ese entonces el pequeño Tony, solo me repetía
constantemente “Feliz cumpleaños” pues nunca ha sido muy expresivo en cuanto a
lo que siente por los demás.
Aquel día, mi madre había
cocinado un exquisito pastel de manzana, (mi favorito) y también, había
cocinado unos pequeños canapés. Sí algo le he de reconocer a mi madre, es el
delicioso sazón que poseía. Siempre me gustaba mucho ir a comer con ella, no
había necesidad de ir a un buen restaurante, porque mi mamá era una gran
chef. A papá siempre le gustó la comida
de mi madre. Pero a veces siento, que no era del todo la comida, pienso que
nunca dejo de estar enamorado, yo lo admiraba mucho, pues era el mejor abogado
de todo nuestro condado, era el hombre americano que resolvía los problemas
grandes, y todo mundo andaba detrás de él.
Se llamaba Bob Waterhouse Jr. Su
historia es muy parecida a la mía, solo que él nunca recurrió al mal para ser
feliz. Sus padres habían muerto en un accidente, aparentemente causado por el
Congreso.
El Congreso, era una empresa
llevada a la bancarrota, pues tan solo 10 años después de su apertura, el
gobierno descubrió un negocio ilícito en las instalaciones de la factoría. La
prostitución, el tráfico de drogas, y el robo de combustible eran solo algunas
cosas que El Congreso solía llevar a cabo.
Hubo demasiadas denuncias, y por
lo tanto, se requirió de un Juzgado para declararlos culpables. El dueño de la
empresa, llamado Charles Glohaveland, acudió para declararse inocentes de todo
acto ilegal ocurridos dentro de su empresa.
Mi abuelo, Bob Waterhouse, era un
hombre dedicado a su trabajo, y así como mi padre, era de los mejores abogados
del país. El y Charles habían sido amigos desde su infancia. Mi padre me
platicó alguna vez, que Charles le había ofrecido al abuelo unirse al Congreso,
más sin embargo, el nunca accedió, pues sabía los negocios chuecos que el
Congreso ocultaba.
EL juez había pedido, en defensa
pedida por el acusado, a mi abuelo para ser su abogado. Una tarea difícil sin
lugar a dudas.
Los cargos se presentaron, las
pruebas también, los testimonios no faltaron. Y entonces llegó la defensa del
acusado. Mi abuelo, nervioso, subió al estrado, y según mi padre, solo pudo
decir “Declaro a mi cliente culpable de todo cargo, no he reunido las pruebas
suficientes para demostrar lo contrario.”
El auditorio se quedó callado.
Era la primera vez que mi abuelo no defendía a su cliente como debiera. Dicen
que mi abuelo derramó una lágrima. Algo había pasado, y nadie, nunca, supo que
fue.
El juez dio un martillazo, lo
condenó a la silla eléctrica, y ordenó que Charles fuera llevado a prisión de
inmediato. El señor Glohaveland solo lo miró, le hizo una mueca de disgusto, y
salió de la sala.
OcJaimes